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RESPETO

Nos hemos acostumbrado a que la mentira sea un lugar común; a que nadie asuma responsabilidades por hacer creer o ver que algo es distinto de como es en realidad. ¿Por qué aguantamos que nos toreen? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?



El ejercicio del poder ha demostrado una inquietante obsesión por la imagen pública. El resultado es obvio: una avalancha de superficialidad y una escasez de integridad, mesura y humildad. Esto viene de muy lejos. Ya en los tiempos de Aristóteles, los sofistas disfrutaban en el areópago pervirtiendo el lenguaje —convertían lo falso en verdadero—, embaucaban a sus congéneres con estratagemas y pericias retóricas, aunque el éxito fuera transitorio.


Para los sofistas, la racionalidad del discurso era algo inútil frente a los recursos de la persuasión emotivista, falsa y malintencionada, camuflada de argumento y razón. ¿Advertís algún parecido con la retórica de nuestros actuales dirigentes? ¿Veis en sus argumentos expresiones de la areté ? ¿Acaso sus palabras están enfocadas en demostrar la verdad de las cosas o más bien en convencernos de algo?


En las hemerotecas, todavía resuenan los ecos de aquellas palabras de Felipe González: «Blanco o negro, lo importante es que el gato cace ratones». La cita se la robó a Deng Xiao Ping. Para el tema que nos ocupa, el asunto es cristalino: el lenguaje puede pintarse de cualquier color, lo que prima es el resultado; porque el discurso sofista no busca la verdad ni se atiene a las reglas de lo racional. Lo vemos cuando el mensaje se sostiene a base de preferencias, actitudes o sentimientos. Entonces, la demagogia sale de caza. Los sentimientos más elementales de las personas —y los más vulnerables—, son, al mismo tiempo, presa e instrumento de la mentira y el engaño.


Hannah Arendt definía este discurso como «mentira política»: la omisión, la falsificación, la manipulación o tergiversación deliberada de los hechos, o bien el testimonio que de estos se puede dar, a favor de intereses particulares. Es lo de siempre, le pasó al emperador romano, al rey feudal, al monarca absoluto, al revolucionario, al dictador, al político contemporáneo y también al CEO de cualquier organización. Todos se apropian de las personas y de los símbolos que representan, de la bandera y de la nación; esconden el propio interés bajo el manto del bien común.


Sin embargo, la mayoría contempla el espectáculo con una paciencia infinita; o peor aún, con indiferencia. Otros compran el discurso sofista y lo hacen suyo; son los haters y demagogos de medio pelo. El peligro es acostumbrarnos a la falta de integridad. Como alguien dijo una vez: «La deshonestidad es como una pendiente resbaladiza, donde pequeñas transgresiones éticas allanan el camino para futuras transgresiones aún más grandes».


Esto lo explican muy bien los investigadores del University College de Londres. Según han demostrado, la repetición y el aumento del engaño termina por insensibilizar la amígdala cerebral, así «la repetición de la mentira «anima a engañar más aún en el futuro» (…) «A medida que se miente más, esta respuesta se desvanece y cuanto más se reduce esta actividad, más grande será la mentira que nuestro cerebro acepte». Esto les pasa a los que mienten, pero me temo que también nos pasa a los que vivimos envueltos entre flautistas que nos embaucan con las fantasías animadas de ayer y hoy.


La solución tiene un nombre: «respeto». El respeto que debemos exigir ante el abuso y el engaño. El respeto por la palabra dada y sus consecuencias. El respeto por la palabra honrada; porque, cuando la palabra se restaura y se dignifica, el impacto puede llegar a ser escandalosamente legendario. Mientras tanto, cojamos de la mano a nuestros dirigentes y repitamos juntos aquella exhortación inscrita en la naturaleza humana. ¿Os acordáis?: «No dirás falsos testimonios, ni mentirás».

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