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CÓMO GESTIONAR LA PERCEPCIÓN SELECTIVA

Un sesgo cognitivo nos condiciona: atendemos más a aquellos puntos de vista que confirman los propios.



Un joven universitario se sienta en el tren frente a un hombre mayor que, devotamente, pasa las cuentas del Rosario. El muchacho, con la arrogancia de los pocos años y la pedantería de la ignorancia, le dice:

—Parece mentira que todavía crea usted en esas antiguallas.

—Así es. ¿Y tú no? —responde el anciano.

—¿Yo? —dice el estudiante lanzando una carcajada—. Créame: tire ese rosario por la ventanilla y aprenda lo que dice la Ciencia. —¿La Ciencia? —pregunta el anciano con sorpresa—. No lo entiendo así. ¿Tal vez, tú podrías explicármelo?

—Deme su dirección —replica el muchacho, haciéndose el importante y en tono protector—, le mandaré algunos libros que le ilustrarán.

El anciano saca de su cartera una tarjeta de visita y se la alarga al estudiante que lee asombrado: «Louis Pasteur. Instituto de Investigaciones Científicas de París».


Este encuentro nos ayuda a esclarecer un artículo publicado en el boletín de la Asociación Psicológica Americana, en el que se recogen las conclusiones de un estudio con el siguiente objetivo: «comprobar en qué medida la gente está dispuesta a buscar la verdad a pesar de que pueda contradecir sus opiniones previas». Después de implicar a 8.000 personas, se obtuvieron los siguientes resultados:

  1. El 33% consideraba otros puntos de vista contrarios a los suyos.

  2. Mientras que la mayoría, el 67% restante, solo seleccionaba los mensajes afines a sus ideas.


Este comportamiento se conoce con el nombre de «atención o percepción selectiva» o también, «tendencia a la confirmación», y explica la propensión de las personas a revalidar sus certezas. Es decir, atendemos más a aquellos puntos de vista que confirman los propios; una inclinación contra la que, por ejemplo, deben pelear los políticos para cambiar la opinión de las mayorías sociales.

¿Cómo se arraiga esta tendencia?

Las emociones tienen la respuesta: cuanto mayor es la intensidad emocional vinculada a un acontecimiento o a una persona, más férrea es la posición. Así pasa que, por más irracional que parezca, por más evidencias que demuestren lo contrario, seguimos «erre que erre». Dos razones fundamentales lo explican:

  1. La comodidad; el esfuerzo no compensa.

  2. El miedo; miedo a exponerme a las consecuencias del derribo de las propias convicciones.

En estas dos categorías estamos todos, incluidas las personas «cultivadas», sí, pero carentes de humildad intelectual.

¿Qué podemos hacer?

Primero, reconocer esta tendencia. Por más que quiera mostrarme como una persona abierta, tolerante, amable, simpática, con «buen talante» como diría aquél, tengo prejuicios y los tendré… ¡siempre!

Segundo, entender que esta tendencia también es necesaria para vivir; de otra forma estaría cambiando de criterio todos los días. Eso sería agotador.

Y tercero, racionalizar. Es decir, pensar, evaluar, recapacitar. Crear nuevos senderos neuronales que expandan y flexibilicen mi forma de ver el mundo. Justo lo que nuestro joven universitario necesitaba para no quedarse con la primera impresión; esa impresión que, sólo aparentemente, confirmaba un juicio errado: que un anciano rezando el rosario es incompatible con la razón y la búsqueda de la verdad.

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